Una de las mentes más notables que se haya dedicado a la música, Stravinsky fue un maestro en el arte de las máscaras. Sus ballets Petrushka (1911) y Pulcinella (1920), así como la ópera-oratorio Edipo rey (1927), tienen títeres o personajes enmascarados como protagonistas. Un declarado antirromántico, insistió que la música no debería expresar nada, aunque sentimientos poderosos afloran en el fondo de sus obras y a veces entran en erupción. Tal es el caso de la furia elemental en la revolución de La consagración de la primavera (1913), o el intenso anhelo que expresa el final del ballet El beso del hada (1928). Stravinsky nació cerca de San Petersburgo en 1882 y sus primeras obras maestras, comenzando con el ballet El pájaro de fuego (1910), están empapadas de contornos melódicos y pulsaciones complejas del folclore ruso. Las deslumbrantes innovaciones rítmicas de La consagración de la primavera tienen sus raíces en la tierra de su patria. Luego de abandonar Rusia para siempre en 1917, instalándose primero en París, Suiza y luego Estados Unidos, mantuvo la influencia de la música folclórica y litúrgica de su país. Estos elementos se hacen presentes en la obra coral-orquestal Sinfonía de los Salmos (1930) y hasta en las intensamente irónicas obras neoclásicas que produjo después de la Primera Guerra Mundial, desde la composición de cámara Octeto (1923) y el Concierto en mi bemol (Dumbarton Oaks) (1938), hasta su extrañamente conmovedora obra maestra operística La carrera de un libertino (1951). Continúa siendo una inspiración para la composición no sólo en la escena clásica, sino también en el jazz, rock y pop.