Es casi imposible resumir la trayectoria de Maria Callas, quien probablemente es el ícono definitivo de la ópera. En el culmen de su carrera, la soprano grecoestadounidense representó los personajes dramáticos de Puccini de una manera extraordinaria. Nacida en 1923 en Nueva York, durante su adolescencia regresó a Grecia y se ganó la reputación de estudiante de música obsesiva que absorbía cada sonido que escuchaba. Tras representar Tosca, en 1942, en la Ópera Nacional de Grecia, fue a Italia como estrella emergente para interpretar los papeles más demandantes de las óperas de Verdi y Wagner. Sin embargo, en 1949, su éxito en una inesperada Los puritanos la catapultó a la fama como soprano. Su destreza escénica dotó a las óperas de Bellini, Donizetti y Rossini de una nueva dimensión y frescura. La voz de Callas tenía un rango de color peculiar, vehemente y penetrante en los grandes escenarios del mundo. Era famosa por ejecutar un diminuendo en mi bemol estratosféricamente alto al final de La sonámbula, con un control absoluto y aparente facilidad. A pesar de su extraordinario talento y capacidad inigualables, sus elecciones musicales eran elegantes y sin ostentación. A través de un sonido inimitable, una musicalidad incisiva y resurrección del repertorio, Callas se convirtió en encarnación inigualable del poder emotivo.