A mitad de camino entre el Renacimiento y el Barroco emergente, Claudio Monteverdi tuvo un pie en ambos territorios. Fue un maestro del estilo “culto” a la usanza antigua, pero también un nuevo talento que empujó los límites melódicos y armónicos, lo que permitió que la ópera alcanzara su máximo potencial. Nacido en Cremona en 1567, pasó casi un cuarto de siglo al servicio de la Corte Ducal de Mantua antes de conseguir, en 1613, un puesto destacado como director de música de la Basílica de San Marcos de Venecia. Su exuberante, y en ocasiones casi operístico, Vespro della Beata Vergine (1610) demostró su talento como compositor de música sacra, pero la ópera era una pasión veneciana en la que Monteverdi concentró mucha de su atención. Hacia el final de su vida (murió en 1643), basándose en su emblemática L’Orfeo de 1607, compuso para el nuevo teatro de ópera público. Las obras resultantes estaban impregnadas de un sentido innato del dramatismo, ingenio y una humanidad profunda, mientras que sus cartas, escritas con elocuencia, revelaban la esencia del enorme músico italiano.