Carlos Kleiber aparece en todas las encuestas como uno de los mejores directores de orquesta de la historia. Sin embargo, este hombre tan peculiar y reservado era el polo opuesto de un ídolo carismático en el podio. Nacido en Berlín en 1930, nunca tuvo un cargo fijo en una de las grandes orquestas. Su repertorio era selectivo y su legado discográfico es pequeño: tres sinfonías de Beethoven, dos de Schubert y una de Brahms, algunas óperas y no mucho más (abandonó las grabaciones en estudio en 1982, después de cumplir 50 años). Perfeccionista con un ojo especial para el detalle, exigía mucho tiempo para ensayar. Cuando abandonó las sesiones de Tristán e Isolda de Wagner, no lo hizo por arrogancia, sino simplemente porque estaba desesperado por no poder alcanzar su visión ideal. Irónicamente, ese Tristán es considerado una de las versiones más geniales de la ópera. Sus grabaciones en estudio de El cazador furtivo de Weber y Carmen de Bizet, así como la grabación en vivo de El caballero de la rosa de Strauss, son atesoradas por gente dedicada a la crítica y a la música. Es un milagro que un perfeccionismo de ese nivel haya generado tanta magia. Desde su muerte en 2004, la reputación de Kleiber lo ha convertido en una leyenda.